La vida es un bien supremo. Todos los valores se resignan ante la posibilidad de perderla. El individuo, como pago por pertenecer a una sociedad, cedió el derecho de la defensa propia a las instituciones asignadas para protegerlo. Y este acuerdo ha funcionado aceptablemente durante el tiempo suficiente para hacerle creer que ejercer la justicia por mano propia es un delito. Pero, ¿qué pasa con este acuerdo si las instituciones de seguridad son ineficientes? El día a día evidencia que esta ineficiencia tiene un costo superlativo: el reguero de muerte de los ciudadanos.
Nadie quiere morir o ver muertos a sus familiares por los delincuentes. Si esto ocurre, la ira se apodera de los sobrevivientes y las palabras y promesas no los aplacan. Piden al menos el remiendo de un acto de justicia, que mientras su familiar va a la tumba los asesinos sean marginados en las cárceles. Si esto no ocurre, el temor por la propia muerte toma las riendas de sus decisiones. Partir o morir es una de las opciones. Dejar el país hostil y probar el acíbar del destierro. Empezar de nuevo y como extranjero. Dejar los dolores y las amenazas y avanzar arrastrando añoranzas sobre un suelo nuevo. Nada es fácil fuera de la casa que construimos y nos ha construido, pero si ése es el precio por seguir vivos, se lo paga de varias maneras.
Algunos, los menos, se adaptan y lograr rearmar su vida; otros, a fuerza de masticar dolor, terminan resignándose; otros, doblegados por la nostalgia, regresan y afrontan de nuevo el riesgo por la supervivencia.
¿Los argentinos merecemos transitar esos avatares? Sí, somos responsables. El país no está manejado por entelequias, sino por individuos como nosotros a los cuales hemos elegido. Y debemos afrontar el costo de nuestra liviandad de criterio al elegirlos, de nuestra extrema pasividad al tolerar sus errores, de ver el río de sangre cotidiano y no hacer nada. Los cobardes están condenados a estas incertidumbres.
El autor es psiquiatra, especialista en psicopatías
Hugo Marietan.
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