jueves, 17 de febrero de 2011

LA CLASE POLÍTICA QUE EL PAIS SE MERECE Por Félix Luna, escrito en 1986 Extraído del libro “Fracturas y Continuidades en la Historia Argentina”

Una de las realizaciones más trabajosas y difíciles de un país es la formación de un grupo dirigent ...e. Lo es, porque no existen escuelas ni universidades donde puedan formarse aquellos que van a representar a la comunidad o que van a conducir a sus sectores representativos. Lo es, además, porque la formación de una clase política exige una continuidad en el marco institucional dentro del que van a actuar, y en países como el nuestro eso no se dio muy frecuentemente. Claro que a veces ocurren excepciones: los historiadores no nos hemos podido explicar todavía como apareció en 1810 un grupo de criollos tan lúcido y apto para el manejo de la cosa pública como el que integraban Mariano Moreno, Manuel Belgrano, Juan José Paso, Juan José Castelli, Mariano Sarratea, Gervasio Posadas, Juan Martín de Pueyrredon y otros.
¿De dónde salieron? ¿Cómo fue posible que en la medianía y chatura de la colonia estas personalidades adquirieran toda la perspicacia y sensatez necesarias para llevar a buen puerto la aventura de la emancipación?

El tema me fascina y aunque importe una breve disgresión vale la pena dedicarle un párrafo. Pues es cierto que en el interior de lo que hoy es la Argentina, el ejercicio del poder en los cabildos estaba, desde mucho tiempo atrás, en manos de los descendientes de las viejas cepas de los conquistadores, cuya preeminencia social y económica los habilitaba para desempeñar los cargos capitulares; esta circunstancia explica la rápida trama política que se urdió en las provincias interiores en torno al reconocimiento de la Primera Junta y los acontecimientos ulteriores. Pero esto sucedió en escasa medida en Buenos Aires; más aún, casi ninguno de los protagonistas del movimiento emancipador tuvo actuación pública antes de 1810, y sin embargo formaron un grupo que, con prescindencia de juicios históricos, demostró calidad de dirigentes.

La aparición de una clase política patriota es, reitero, una excepción. De allí en adelante, la Argentina tuvo que hacer el duro aprendizaje de formar dirigentes machacando sobre la experiencia, confrontándola con la realidad, midiendo sueños sobre la medida de las posibilidades de su realización.
Esto sucedió –vamos a otro ejemplo-, alrededor de 1880, cuando la generación del roquismo se planteó con toda claridad sus objetivos y los cumplió en muy razonable medida. Pero esos hombres venían del ejercicio político que arrancaba desde Caseros y se formaron en la familiaridad de los grandes problemas del país; la sutura de la separación entre Buenos Aires y la Confederación, la necesidad de conquistar el desierto, la conveniencia de incorporar inmigraciones a la fuerza productiva argentina y, por sobre todo, la urgencia por construir un Estado nacional. Todos ellos, además, estaban formados dentro de la misma ideología liberal, usaban el mismo lenguaje, venían de orígenes sociales comunes. Pueden criticarse sus fines, pueden enjuiciarse los medios usados; lo que no se puede negar es que los hombres del 80 constituyeron un conjunto dirigente eficaz y moderno.
Algo parecido puede decirse de la generación política que actuó en las décadas de 1920 y 1930. Estos venían de la ley Sáenz Peña, eran su consecuencia directa. Treinta años de vida institucional ininterrumpida les permitieron adquirir un admirable profesionalismo de políticos y administradores. No importa que militaran en el radicalismo, el conservadorismo o el socialismo; aunque sus enfrentamientos fueran bravíos, su discurso, en líneas generales, era idéntico: Mantenimiento de la democracia, mejoramiento de las funciones del Estado, preservación dentro del sistema en el cual la argentina había prosperado. Los socialistas podían insistir en la sanción de leyes obreristas, los radicales podían enfrentar a la causa contra el régimen, los conservadores podían criticar acerbadamente a Yrigoyen, pero todos coincidían en lo fundamental. Y esto es lo que marca la posibilidad de formación de una clase política, es decir, un grupo dirigente que comparte identidades de esencia aunque discrepe en muchos temas.
Es notable señalar esto: en la década de 1930 actuaban tres personalidades políticas muy diferentes y antagónicas, cada una de las cuales era representativa de fuerzas bien localizadas a la derecha, la izquierda y el centro del espectro político. Me refiero a Agustín P. Justo, a Marcelo T. de Alvear y a Lisandro de la Torre, exponentes ejemplares (y vuelvo a repetir que no hago juicios políticos y mucho menos morales) de un ámbito donde no se triunfaba si no se exhibía una larga trayectoria de capacidad en el manipuleo de la cosa política o en el ejercicio de la administración pública.

Todo esto parece haber terminado. Hay un hiato entre las dirigencias históricas de los partidos actuales y las jóvenes generaciones que vienen empujando para encontrar un lugar bajo el sol. De todos modos, ni los dirigentes tradicionales ni los nuevos pueden exhibir los títulos que hasta hace treinta o cuarenta años parecían necesitarse para asumir un rol de conducción. No es culpa de los políticos. Son las interrupciones de la continuidad constitucional las que han traído las inexperiencias, fallas que denunciábamos al comienzo de esta nota.

GRACIAS !!!
ING. JOSÉ COLLO.
www.jsenlle.blogspot.com

No hay comentarios: