sábado, 19 de noviembre de 2011

DOÑA DORA


Dora era una gran economista, trabajó muchos años en el ministerio de economía, como personal estable del ministerio, aconsejando, asesorando a varios ministros de economía de nuestro país, hasta su jubilación. Con treinta años de aporte jubilatorio y cuarenta años trabajando en lo mismo, pudo comprarse un departamento de tres ambientes en la esquina de Corrientes y Palestina.
Ella tenía dos hobbies fundamentales que le daban vida a su departamento, ya que no tenia marido; se dedicaba a pintar en oleo y acrílico y sus cuadros adornaban las paredes de su modesto departamento, el otro pasatiempo era evidentemente leer, la gran biblioteca que desplazaba libros de pared a pared y del techo al piso, con la gran variedad de títulos, novelas, ensayos, cuentos, historias que con solo mirar los lomos de los libros en aquella biblioteca, uno volaba en la imaginación de Dora.
Hablar con ella era como ir a las entrañas de la misma historia universal y con sus setenta y tres años, uno pensaba en “solo se, que no sé nada”. Era huraña, sabionda, de carácter fuerte, terriblemente sola; Juanita venia todos los días a cuidarla, con amor y con mucho esfuerzo.
Doña Dora no podía caminar, ni valerse por sí, ella sabía de su enfermedad y era especialista en ella. Como todo ser humano cuando se le diagnostica una enfermedad incurable, el que la posee, se lee toda la bibliografía que lleve el nombre de la enfermedad.
Me encuentro con ella una tarde de otoño, fresca y nublada; requiriendo de mi ayuda porque le dolían las piernas y su obra social no podía responder a su llamado por causas comunes en nuestro país, la obra social del ministerio de economía, se había presentado a convocatoria de acreedores.
La habitación quedaba chica con el modular biblioteca al frente de la cama, con televisor incluido, había que caminar de costado para atravesar los pies de la cama de una plaza y media, para ponerme a su derecha. Me siento en un cojín, le tomo su mano y mirándonos a los ojos, con una sonrisa en nuestros labios comenzamos una relación que jamás olvidaré en mi vida.
Con un ademán de su mano izquierda, me pide que me acerque, me acaricia la cara y con lagrimas en sus hermosos ojos color miel, me pide que no me vaya; me animé a tocar su cara con mi mejilla, le doy un beso en la frente y al oído le digo… “ya me tenés”.
Trato de defenderme de ésta situación, con un escudo imaginario como muchas veces hacemos los médicos para poder ayudar, pero comprendo que es inútil defenderse de esos hermosos ojos, con mirada punzante que llega al corazón.
- Dime… que hago, Dora.
- ¿Cómo te llamas, Dr.?... sin despegar sus ojos de los míos.
- Perdón, me llamo José Luis.
- Tengo un cáncer que me está comiendo la columna, es por eso que no puedo caminar.
Se destapa sus piernas del acolchado que le cubría y me muestra sus piernas adelgazadas por atrofia muscular.
Juanita trata de meterse en la charla, sosteniendo y quejándose que la tiene que levantar para ponerla en la silla de ruedas o llevarla a la bañera.
Pero ninguno de los dos estábamos dispuestos a escucharla, por lo menos en ése momento.
Doña Dora tenía dos sillas de ruedas, que usaba para salir de su departamento y tomar el sol de la tarde, empujada por su fiel amiga Juanita; cuando las tardes estaban nubladas, Dora se dedicaba a pintar o a leer. Por aquellos años se podía vivir tranquila con la jubilación del ministerio de economía.
Me quedé largo rato, escuchando historias de su vida, amoríos de juventud y el por qué de su soledad y la muerte de su único novio de la adolescencia.
Calmo el dolor óseo y de alma, con aquellas caricias en la piel del paciente que una vez me haya enseñado mi maestro; le entrego en un papel escrito mi número de teléfono con la esperanza de que me llame si vuelve a tener dolor.
Pasaron los meses, vamos conociéndonos, inspirándonos en un amor idílico que Sócrates llamó alguna vez epiméleia, ese amor para el cuidado de los otros que posee Esculapio.
Una tarde de frio viernes, Juanita me llama a casa, le preocupaba que Doña Dora ya no hablaba, con una mirada triste que se dirigía a un dibujo de su acolchado, irrumpo en la habitación, lo más silencioso posible, me siento a su derecha y le pregunto.
- Dorita… ¿cómo estás?
- Sin apartar su mirada del dibujo, me hizo señas con su cabeza en forma afirmativa.
Mientras tomo un pañuelo y le seco la saliva que asomaba entre sus labios y las lágrimas color cristal que brotaban de sus ojos color miel.
- Dorita… ¿Te vas a morir?
- Mueve su cabeza en signo de afirmación.
- ¿hoy?
- No …
- ¿mañana?
- No…
- ¿El domingo?
- Si.
- ¿duele?
- No.
Nos tomamos de la mano, mutuamente, ella me la apretaba como aferrándose a la vida, tomando fuertemente mi mano que tranquilamente podía simbolizar el picaporte de la puerta que separaba la vida terrenal de la celestial. Me quedo hasta que se durmió en paz.
El domingo llego hasta su habitación, Juanita me abre la puesta y Dora seguía en su actitud del pasado viernes.
- Buenos días, Dora.
- Veo mucha luz, estoy esperando.
- ¿Qué esperás, ojos bonitos?
- Me contaron que va a venir el cura a despedirme.
- ¿Cuánto falta?
- Poco… muy poco, Jose.
- Yo estoy acá, con vos.
- Siempre lo estuviste, te dejo los libros que quieras de la biblioteca y mis dos sillas de ruedas.
- Bueno… serán recibidos y disfrutados por otros enfermos.
- Gracias Dr., ¿cuanto te debo?
Nunca me imaginé la última pregunta, tampoco me imagine la respuesta; porque el que debía era yo.
Dora cae en un sueño profundo, aferrada a mi mano por largo tiempo, una eternidad.
Llega el cura, quiero salir de la habitación y Doña Dora no me suelta la mano; el religioso me dispensa y extiende la unción a mi amiga, que media hora después, abre sus ojos color miel, fijando su mirada en mis pupilas y exhala su último aliento, abriendo el picaporte de su ultima puerta.
Algunos libros fueron donados a la biblioteca del barrio y las sillas de ruedas caminan por los pasillos del hospital donde trabajo; anónimamente, Doña Dora contribuyó con la humanidad y con el bien
Recuerdo a Doña Dora como uno de los grandes amores de mi vida terrenal, ella fue la que me enseño, que la muerte es un paso de la vida y lo que queda en la vida es el alma.
- Gracias a vos, Dora.
- De nada, Dr.

José Luis Senlle
www.jsenlle.blogspot.com

5 comentarios:

Lili dijo...

MARAVILLOSA ENSEÑANZA. MARAVILLA DE PERSONA. GRACIAS POR COMPARTIR ESTO JOSE.

Anónimo dijo...

HERMOSA REALIDAD, EL AMOR AL PROJIMO, NO IMPORTA QUIEN SEA, SIEMPRE DEJA UNA ENSEÑANZA, UN ALGO EN EL ALMA, QUE NOS HACE MAS HUMANOS, DÑA DORA, DONDE ESTES, PIDE POR NOSOTROS, GRAN MUJER. AMOR SOLO AMOS

Anónimo dijo...

Muy bueno Jose Luis.

Anónimo dijo...

Hermoso tu blog.... Gracias por compartirlo. Alicia Maquieyra :)

Juan Pablo Lescano dijo...

Gran MUJER
Usted gran Amigo